martes, 21 de octubre de 2008

Amasando esperanzas (Crónica)

“Se busca jóvenes con discapacidad mental leve o moderada. Preferentemente egresados de Centros de Formación Laboral o con entrenamiento Laboral Previo comprobado. Se ofrece excelente clima de trabajo y posibilidades de progreso”

Avisos como este no se encuentran en los clasificados de Clarín ni de La Nación, pocas empresas, por no decir ninguna, se animan a contratar a personas con esas características, muchas por prejuicio u otras por ignorancia, lo cierto es que encontrar un aviso en un diario así es casi imposible. Pero existen lugares que sí publicarían estos avisos, sino fuera por la gran demanda que tienen al ser pocos los sitios donde se reciben a estas personas. Uno de ellos es el Taller Protegido Wilde, ubicado en Las Flores 909. Allí a través del trabajo se ocupan de la integración al mundo laboral de discapacitados mentales.

Me acerco una mañana al Taller y al llegar me encuentro con tres posibles entradas y no sé a cuál llamar. Una tiene el cartel de Taller Protegido Wilde, la otra de Escuela Especial de Formación Nº 2 y por último la entrada de la panadería. Me decido por la primera, que obviamente es la más segura. Anabella Pérez, la asistente social del lugar, me comentará más tarde que el taller y la escuela son dos cosas diferentes que funcionan en el mismo edificio. En la escuela se forman y luego los egresados pueden trabajar en el Taller.
En el lugar trabajan 50 personas, de las cuales 39 son operarios que tienen entre 18 y 45 años, que son los chicos con discapacidad mental, y el resto lo forman la comisión directiva, integrada por los padres de los chicos, supervisores de los sectores y profesionales.

La que me recibe es Anabella quien me invita a pasar a su oficina, que se encuentra en el segundo piso. Es un lugar mediano, con un escritorio, una biblioteca, un mueble que funciona como archivador y una computadora que tiene como fondo de pantalla una fotografía de “sus” chicos con la playa a sus espaldas. La playa pertenece a Chapadmalal, fue un viaje que ella les pudo conseguir a través del ministerio de Turismo de la provincia de Buenos Aires. Para poder solventar los gastos tuvieron que organizar distintas rifas y pedir algunas donaciones. “Era el viaje de sus sueños, muchos no conocían el mar” me dice Anabella. Pero no todo fue como lo esperaban, cuando llegaron al hotel, las condiciones de infraestructura eran pésimas y las habitaciones que tenían capacidad para dos personas estaban preparadas para que durmieran seis. Anabella y sus acompañantes responsables del grupo entraron en desesperación y enojo, no podían creer que tenían que hospedar a sus chicos en ese lugar. Pero ellos con la inocencia que caracteriza a una persona de 10 años, los trataron de consolar diciéndoles que para ellos era hermoso y que estaban felices de encontrarse allí.

Luego de la charla con Anabella, me invita a recorrer el lugar y a conocer a sus trabajadores. Al salir de la oficina, nos encontramos con Daniela contando adaptadores de enchufes. Esta sentada en una mesa con dos cajas, una llena y la otra por la mitad. Veo que cuenta de a diez enchufes, los pone en la segunda caja y los anota, otros diez y los vuelve a anotar. Esta es la forma que ella utiliza para poder llevar la cuenta de la cantidad de producción de sus compañeros. Luego mas tarde alguien sumará todos sus diez. Un poco más alejada esta Maribel empacando sifones, de esos que van en la cañería de las cocinas, y también los cuenta. Es que a ellos le pagan por unidad terminada “el valor es poco, pero en cantidad se nota” me comenta una persona del lugar.
Pasamos a otro sector del lugar que se encuentra en el mismo piso, ahí hay más o menos 15 personas trabajando muy concentradas en su tarea. Cuando me ven entrar me reciben con una sonrisa, algunos me dicen sus nombres y todos me muestran con entusiasmo sus trabajos. A mi derecha están armando los enchufes que Daniela contará luego, el trabajo esta minuciosamente dividido, un dobla las chapitas que van a dentro, otro corta los cablecitos, un tercero los junta y un cuarto une todas las piezas y lo arma. A mi izquierda esta Hernán, que con mucha prolijidad y paciencia esta envolviendo las cajas telefónicas que sus compañeros arman un poco mas al fondo del salón. El armado de estas cajas también es un trabajo que esta dividido del cual se encargan más o menos siete personas. Camino un poco más, encuentro a dos operarios sin hacer nada, cuando Anabella les llama la atención responden con una sonrisa pícara que sus compañeros ya se están ocupando de todo el trabajo, Anabella como San Cayetano enseguida les busca una tarea para hacer, un poco rezongando y con la cabeza baja se levantan para ir a trabajar. También trabajando allí se encuentra Claudio, operario y padre de un niño de 13 años llamado Agustín. Claudio conoció a su novia Nancy en la escuela de Formación y de su amor nació Agustín, un niño totalmente normal de rulos rubios y ojos verdes como los de su mamá. Agustín es criado por su abuela paterna y lleva una vida como cualquier chico de su edad.

Bajamos al primer piso, ahí esta ubicada la fábrica de su propio comercio y del principal sostén económico del lugar. Se trata de la cocina de la panadería. Bajo el mando del jefe pastelero los chicos ahí además de preparar el pan cocinan desde pasta frola hasta masas finas. Los operarios se encargan de todo: preparar, cocinar, decorar, limpiar utensilios y la cocina y hasta de atender la panadería donde comercializan sus productos. Cada uno trabaja en lo que mejor sabe hacer. Pedro es especialista en la limpieza de las fuentes donde se prepara el pan, me muestra lo bien que las deja y me cuenta que hay que limpiarlas bien porque sino el pan se quema. Sigo recorriendo la cocina y observo que los chicos están felices, se nota en sus caras y en la dedicación de su trabajo. Acaban de terminar de armar una bandeja de pepas listas para la venta, me convidan con una y se las acepto, está muy rica y me recuerdan que no llevo comida preparada para el mediodía, tal vez pueda comprar algo aquí.

El recorrido por las instalaciones del Taller me hace reflexionar sobre como estos chicos pueden hacer muy bien su trabajo, sólo hay que buscar una tarea que puedan realizar, son personas discapacitadas, no inútiles y eso mucha gente no lo sabe. Los prejuicios y la ignorancia hacen que para estos chicos la vida sea más difícil de lo que ya es. Gracias a Dios existen instituciones como esta y personas como Anabella, que con mucho cariño y paciencia, ayudan a los chicos y a sus familias a que puedan realizar distintos trabajos y a aprender todos los días un poquito de algo nuevo.
Finalmente llego a la panadería. Están Rodrigo y Sebastián atendiendo a dos clientas, le venden a una medio kilo de pan y la otra señora les pide un kilo de pan, una leche y unas galletitas. A la hora de cobrar piden colaboración con las monedas, ellos tampoco están ajenos a la falta de ese metal redondo y codiciado por todos los que viajamos en colectivo.

Anabella se despide de mí y me entrega un folleto donde figura el mail y algunos datos de la institución. Me quedo sola en el local con Sebastián y Hernán y les pido un pebete para llevarme al trabajo “¿de jamón y queso o salame?” me pregunta uno de ellos. “de jamón y queso” respondo. Salgo del local y voy camino hacia el trabajo. Cuando llego me almuerzo el sandwich. Es muy rico. Estos chicos saben hacer bien su trabajo.

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